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A pesar de Scooby Doo


Prólogo de Ariel Mazzeo para la segunda antología

Cuando Marcelo di Marco me propuso encarar la segunda antología de los Cuentos de la Abadía de Carfax, logró que me sintiera honrado, agradecido, entusiasmado. Dado que conozco la obra de los integrantes de la Abadía, supe desde el principio que me esperaba un trabajo gozosamente arduo —elegir un único cuento de cada uno de ellos para la antología—, pero de resultado seguro: con mantener a raya mi torpeza como antólogo, no habría otro desenlace posible que el de lograr un libro de excelente calidad.
Desde luego, el proceso de lectura y selección de los cuentos y el enriquecedor intercambio con los autores fueron motivando algunas reflexiones acerca de este género que hoy, querido lector, nos trajo a ambos hasta aquí.
Más de una vez en todo este tiempo me pregunté por qué leo historias de horror y fantasía, cuándo comencé a hacerlo, o qué significado tienen para mí. El primer libro que recuerdo haber leído fue Mi planta de naranja-lima, de José Mauro de Vasconcelos. Una historia que, excepto por la inmensa imaginación de Zezé, el personaje principal, y por algunas menciones a leyendas de un por entonces exótico Brasil, poco y nada tenía que la emparentara con el género fantástico. Y mucho menos con el horror.
Ya por mis ocho o diez años, yo alimentaba mi “curiosidad” devorando el inconfundible estilo de la sección Policiales de La Razón. Recibíamos “la sexta” en casa cada noche de la Gran Noche que vivíamos por aquellos años de completa oscuridad, y a mí me costaba dormir, con todos esos “macabros hallazgos” de “occisos” girando sin control en mi mente. Eso fue prácticamente todo hasta que, bien entrada la adolescencia, cayó en mis manos —o quizás debiera decir en mi cabeza—, un formidable mazazo literario: “La verdad sobre el caso del señor Valdemar”.
La fascinante podredumbre final del personaje de Poe fue un hito definitivo, pero yo intuía que mi preferencia por el género de lo sobrenatural venía de mucho antes. Algo anterior, algo en mi infancia había preparado el terreno, sólo que yo no lograba recordar qué.
Hasta que pensé en Scooby Doo.
Antes de explicar nada, aclaro ya mismo mi posición: detesto y siempre detesté y siempre seguiré detestando a Scooby Doo.
Seguramente, querido lector, recordarás este dibujo animado, cuyo protagonista era un gran danés bastante tonto. Lo rodeaban varios olvidables personajes, que constituían un equipo dedicado a resolver misterios, enfrentándose a todo tipo de fenómenos sobrenaturales. Hasta ahí no hay nada de detestable. Al contrario: según recuerdo, esta primera parte —la del misterio, la de lo sobrenatural— funcionaba bastante bien en todos los episodios, lo que sin duda operaba para hacer aún más detestable y doloroso el engaño, como si la historia elevara un poco más el lugar desde donde nos dejaría caer al vacío para estrellarnos con el más terrenal y ramplón de los desenlaces. Porque siempre, siempre, en todos los capítulos sucedía el desastre: un mecanismo era desentrañado, disfraces y máscaras caían y aparecía el villano de carne y hueso. Usualmente, la palabra “villano” le quedaba grande: apenas llegaba a un miserable y lastimero ladrón. Una y otra vez se repetía la explicación racional para un fenómeno que había sido presentado como sobrenatural.
Más allá de que hoy puedo vislumbrar un engaño en esa maloliente jugarreta narrativa, y más allá de cualquier lectura ideológica de esta “negación de lo sobrenatural”, en aquel momento de mi infancia ya me alcanzaba para ponerme de muy mal humor. Porque lo que no necesitaba yo era una explicación racional. Y mucho menos una que intentara tranquilizarme. Por el contrario, me quedaba indignado: ¿a quién se le había ocurrido que un “señor disfrazado” era preferible a un misterioso fantasma? Un verdadero disparate que me alejaba de lo que yo quería tanto entonces como ahora: una historia que me llevara de la nariz a encontrarme cara a cara con mi miedo más profundo. Que me hiciera verlo de cerca, olerlo, temblar ante su mirada acechante, caminar a su alrededor, escucharlo... para después volver a la superficie con escalofríos, y, despacio, animarme a apagar la luz e intentar dormir. Scooby Doo pisoteaba este deseo de sentir la oscuridad. Scooby Doo me ignoraba, diciéndome “Dejá, Ariel, dejá, ni bajes: allá no hay nada especial, no vale la pena… quedate acá arriba, que estamos cómodos…”.
No, Scooby Doo no me servía.
Yo necesitaba otra cosa: necesitaba algo que me hablara del miedo. Que me ayudara a aprender del miedo, a conocerme a mí mismo a través del miedo.
Me arriesgo a decir que, finalmente unos años después, la buena literatura fantástica y de horror fue aquello que yo andaba buscando. Y fue un algo bien eficaz.
Eficaz por dos motivos. Primero, por su propósito: el plan de la literatura de horror es hablar del Miedo. Ir derecho, al fondo, sin anestesia, a hablar del Miedo. Que es a la vez único y universal. Es el miedo a lo desconocido, a lo inexplicable. A lo extraordinario que se filtra en la ordinaria realidad. El miedo al Otro, el miedo a Nosotros y, por qué no —Jekyll y Hyde mediante—, también el miedo al Otro que habita en Nosotros.
Y segundo, eficaz por cercano, porque todos los seres humanos llevamos, como un impredecible e inexplicable software funcionando desde siempre en la “memoria rom”, al género fantástico y de horror por excelencia: nuestras propias pesadillas. Aun con sus caras conocidas y situaciones familiares, o tal vez gracias a eso, ¿qué otra cosa son los sueños sino historias fantásticas? ¿Cuánto horror hemos visto en nuestras pesadillas, incluso antes de abrir el primer libro de nuestra vida? ¿Acaso es muy descabellado pensar en los sueños, esos relatos de horror y fantasía, como en un terreno desde el que crecieron todos los mitos y las leyendas que fundan nuestra cultura? Yo creo que no…

Los autores que presento en esta segunda antología de los Cuentos de la Abadía de Carfax me llevan a ese oscuro y húmedo y frío lugar que me negaba el torpe gran danés. Porque todas las historias del libro, pobladas de seres extraños, de almas perdidas —de este mundo y de otros mundos—, están ahí para hablarme del Miedo. O sea, para hablarme de mí mismo, de los hombres, del universo. Y de la gran batalla de la Luz contra las Sombras que ocurre desde siempre dentro de nuestras almas.



Noviembre de 2008

                                                                                   

Una misión (cuento), de Marcelo di Marco

 
[...] —Es que se fue bien temprano —nos explicó papá, sonriente, levantando la voz para hacerse oír por sobre el ruido de la lluvia, que caía a chorros contra la protección metálica del extractor de la cocina—. Encima salió apurada, y es por eso que ustedes ni siquiera la vieron, ¿entienden?
En aquel tiempo nos tragábamos cualquier cosa, éramos muy chicos. Además, como ya dije, estaba contentísimo: por fin se me cumplía el sueño de quedarnos en casa con Elenita y papá, que era un genio.
Cuando terminamos la leche, Elena —mi madre la había adiestrado como a un perrito— empezó a levantar la mesa. Yo quise darle una mano, pero papá nos detuvo con un gesto. Y dijo:
—Dejen, chicos, dejen. Hoy nadie barre ni plancha ni nada.
—Yo no pensaba ni barrer ni planchar —dijo Elena—. Aparte, todavía no sé.
—¿Qué cosa no sabés, mi dulzura?
—Eso: ni barrer ni planchar. Solamente sé lavar platos yo.
Papá se rió.
—Ya lo sé, mi amorcito —dijo—. Quise decir que hoy en esta casa nadie trabaja. [...]

Fragmento

Texto completo en Revista Axolotl 

Olor a loba (cuento), de Dolores Pereira Duarte


[...] —¡Que vengan, que vengan! ¡No pienso dejar ni uno! —sin soltar el revólver, metió la otra mano en su corset, sacó con un ademán exagerado una Spyderco Police escondida bajo su pecho izquierdo, y de un tajo le abrió la garganta a la viejita.
Era increíble: la que hacía cinco minutos sacaba pecho al lado del altar y les sonreía a sus amigos acomodándole el jopo a su “cachorro”, ahora, se limpiaba la sangre de doña Petronila en su falda negra y miraba con ojos embotados a los invitados. [...]

Fragmento



Texto completo en Breves no tan breves

Condiciones psicológicas (cuento), de Nomi Pendzik


Al pasar frente a una vidriera del shopping, Pupy se vio en el espejo. Claro, cómo no la iban a mirar los tipos, si estaba buenísima.
Pupy —se dijo—, estás refuerte.
Y sí: la última aplicación de colágeno le había quedado bárbara, parecía re natural. No como a la Cris, que todos se daban cuenta. Eso no le pasaba a ella: después de la separación y las cirugías, no había tipo que se le resistiera. Cierto que había sufrido un poco con las operaciones, pero el fin justifica los medios.
Cuánta verdad encerraba esa frase, el fin justifica los medios. Se la había enseñado el abogado durante el juicio contra Raúl. Era lo que ella misma pensaba declarando no tener ni idea de lo que se cocinaba en aquellas reuniones en su casa. Pasaban colombianos, gringos, y hasta jamaiquinos de lo más raros: “Yo nada más les llevaba el café, señor juez”.


El fin justifica los medios… Era lo que pensaba después de despojarlo de la fortuna que él había logrado a fuerza de chanchullos y estafas. Lo que pensaba al ver cómo lo arrastraban dos policías, esposado y llorando, hacia el blindado que lo llevaría a Devoto hasta que se pudriera.


Ah, qué buena la almohada, blanda, esponjosa. La que tenía de antes, la misma donde el estúpido de Raúl, mil años atrás, solía apoyar su grasosa pelada. Pero Pupy no quería deshacerse de ella: le gustaba hundir la cabeza ahí, sentir cómo le rodeaba la nuca. Y le gustaba saber que ahora, en esa misma almohada de raso negro, había un tipo diferente cada fin de semana.
—Y pensar que ahí estuvo Raúl… —dijo, y era como si todavía aquél estuviese ahí, obligado a mirarla revolcarse en la cama, acomodarse en su almohada con un tipo distinto cada vez.
Mientras se producía para ir a la fiesta de Fanny, notó en el cuello una marca apenas visible, una pequeña mancha oscura. Ahora, con ese cuerpo y las paredes de la suite espejadas, se le había vuelto una costumbre mirarse y remirarse por todos lados. A ese imbécil no le gustaban mucho los espejos: siempre tenía que andar metiendo panza —¡ahora seguro que no tenés espejo ni para afeitarte, boludo!, se había reído ella al pensarlo—. En cambio a Nicolás, el pendejo que se había traído de ese boliche cool de Palermo Hollywood, lo volvieron loco. Quizá fue él quien le hizo esa marquita. Qué imbéciles son algunos tipos. Piensan que si le dejan a la mina una huella no se va a olvidar de ellos.
Cubrió la mancha con un poco de maquillaje y se vistió. Antes de irse, la última mirada al espejo le confirmó su sensación:
—Pupy, sos una diosa —dijo, envuelta en perfumes y brillos.


Cosa rara, se despertó pensando en Raúl.
Ay, nena, qué idiota sos —se dijo—. Si ya salió de tu vida: nadie puede obligarte a visitar a tu marido preso. Especialmente porque no tenés ningún interés.
Si no hubiese sido porque el abogado le aconsejó que, para evitar sospechas, no dejara todavía el país, ya se hubiera ido a vivir a Malibu.
Lo descubrió en el espejo del techo: la manchita en el cuello se notaba un poco más, como si hubiese crecido durante la noche.
Se puso una gargantilla y listo, que se le hacía tarde para almorzar con su cirujano.


Había vuelto cansadísima, borracha más que alegre. Ni siquiera sabía cómo se llamaba el tipo del hipódromo, pero tenía buen lomo. Cuando ella se levantó de la cama, él ya se había ido. Pero se ve que le hizo algo en el cuello, porque tenía una marca del otro lado, más cerca del ganglio. ¡Estos pelotudos que se creen que las minas son su ganado!
Esa noche decidió quedarse sola y descansar.


Le costó despertarse, más que otras veces. La almohada, suave, mórbida, le rodeaba con tibieza la nuca. No daban ganas de salir de la cama.
Se levantó recién a eso de las cinco de la tarde, cuando la llamó Betty para preguntarle si tenía ganas de ir con Fanny al casino de Puerto Madero. Al mirarse en el espejo mientras hablaba por teléfono, lanzó un grito: la mancha, morada ahora, se le extendía bajo el mentón desde el extremo izquierdo hasta la nuez. Eso también le hacía notar más esas putas arrugas imborrables.
Por esa noche, se puso una chalina Louis Vuitton y salió. Como le dijo Betty: la vida no espera. Mañana vería qué hacer.


—Su lesión —le explicaba el dermatólogo— parece corresponderse con una morfea como consecuencia de un proceso inflamatorio cutáneo. Colagenosis, sería el diagnóstico.
—Dígamelo en español, doctor. ¿Cómo se cura, qué la provoca?
—La causa no es muy conocida. No descarto la posibilidad de que surja de las sucesivas manipulaciones quirúrgicas en su organismo… pero no reviste ningún inconveniente serio para la salud. Por otra parte, si la etiología es alérgica, cosa que vamos a investigar, desaparecerá en cuanto detectemos a qué se debe. Y muerto el perro, señora, se acabó la ra…
—… o sea, doctor, usted me está diciendo que no sabe qué es esta mierda que me crece todas las noches, y que no tiene nada que darme para curarla, ¿no? ¡Todos ustedes son unos estafadores! ¡Ya van a ver cuando les haga juicio por mala praxis!
Pupy salió del consultorio a los portazos. Cuando llegó a su penthouse estaba tan alterada que canceló todas sus otras salidas y se metió en el jacuzzi.
Ya en la cama, por suerte la almohada la ayudó a relajarse. Al menos, eso fue lo que sintió al principio.


Raúl estaba sentado sobre ella, que yacía boca arriba indefensa, inmóvil.
No la penetraba, no había nada sexual en su comportamiento. Tenía puesto un traje de preso de esos fosforescentes, como los de las películas. Pero seguía sentado sobre su pecho desnudo, se balanceaba haciendo equilibrio como si ella fuese una silla algo inestable: para no caerse se agarraba, se le aferraba al cuello con ansiedad, y Pupy sentía la rudeza de los dedos tallados por varios meses de trabajos duros y peleas carcelarias y sentía cómo esos dedos se iban hundiendo cada vez más en la carne de su cuello expuesto y flojo.
Se despertó de un salto, sola en la habitación cerrada, con las persianas bajas y la puerta con llave.
—Qué sueño de mierda, querida —creyó oírse decir.
¿Sueño? Al mirarse en el espejo le dio la impresión de que Raúl había estado de verdad, de que realmente le había atenazado la garganta con sus manos ásperas. Las marcas ya abarcaban todo el contorno del cuello, se extendían hacia atrás. En el espejo a su espalda podía ver ese camino violáceo que iba directo a la nuca. Un collar de manchas negras y enfermas, como pinceladas cárdenas. Una serpiente oscura. Lo raro era que no le dolía ni le ardía en absoluto.
Decidió quedarse, mirar la tele todo el día en la cama, a ver si eso la mejoraba un poco. Sabía que era una idea estúpida, pero no perdía nada con el intento.


Despertó a medianoche, asfixiada: como si una soga le apretara la garganta, envolviéndola cada vez más.
Sofocada, prendió el aire acondicionado y fue hasta el baño. En el espejo, la víbora que le comprimía el cuello se había vuelto negra con reflejos purpúreos. Pupy vio cómo el monstruo levantaba un segundo la cabeza y la miraba. La miraba sonriendo. La miraba con el placer de matar.
Ella gritó y se llevó las manos al cuello: sólo tocó las arrugas que ninguna cirugía había podido estirarle.
—No seas boluda —dijo—, chupaste de más. Ya ves visiones y todo.
Se acarició la garganta, se sirvió un par de vasos de agua, intentó una técnica de respiración que le había enseñado su personal.
Pero no podía relajarse, así que se tomó uno de los últimos Prozac que le quedaban en el vanitory.


El fiiin justifiiiiica los meeedios, le decía el abogado. Se lo decía sentado a horcajadas sobre ella, mientras la ahogaba con su mullida almohada. Se lo decía con una mirada equívoca de deseo y desprecio, como la de Raúl los últimos días antes de la cárcel.
No estoy descansando bien, le contestaba ella con un resto de voz.
No importa, aducía doctoralmente el abogado señalándola con el índice, y el dedo se volvía una culebra pequeña y negra y cada vez más gorda y viscosa.
Ya descansarás.


Cuando Fanny y Betty entraron con la policía, encontraron a Pupy dentro de la cama, arropada como un bebé, desparramada boca arriba sobre el colchón y la esponjosa almohada.
Parecía estar descansando muy tranquila. Un collar de manchas negras y moradas le rodeaba por completo el cuello.
—Como un dogal —dijo uno de los policías—. Como si la hubieran estrangulado.
Al retirar el cadáver, la almohada se esponjó y se infló: una serpiente constrictora que respiraba satisfecha.


—La lesión dermatológica es superficial —señaló el forense, después de la investigación—. No parece tener conexión alguna con el deceso. Por otra parte, este tipo de muertes por apnea, si bien son más frecuentes en personas de edad o en bebés, pueden ocurrir en determinadas condiciones psicológicas.


—Mirá si serás pelotudo, puto de mierda —dijo el guardiacárcel—. ¿Qué? ¿Ahora jugás a las Barbies?
—No, ya no juego —le contestó el preso rascándose la pelada grasienta.
Y tiró a la basura la muñeca de trapo y la almohadita negra que la cubría.




"Condiciones psicológicas" integra la segunda antología de Cuentos de La Abadía de Carfax.