Al pasar frente a una vidriera del shopping, Pupy se vio en el espejo. Claro, cómo no la iban a mirar los tipos, si estaba buenísima.
Pupy —se dijo—, estás refuerte.
Y sí: la última aplicación de colágeno le había quedado bárbara, parecía re natural. No como a la Cris, que todos se daban cuenta. Eso no le pasaba a ella: después de la separación y las cirugías, no había tipo que se le resistiera. Cierto que había sufrido un poco con las operaciones, pero el fin justifica los medios.
Cuánta verdad encerraba esa frase, el fin justifica los medios. Se la había enseñado el abogado durante el juicio contra Raúl. Era lo que ella misma pensaba declarando no tener ni idea de lo que se cocinaba en aquellas reuniones en su casa. Pasaban colombianos, gringos, y hasta jamaiquinos de lo más raros: “Yo nada más les llevaba el café, señor juez”.
El fin justifica los medios… Era lo que pensaba después de despojarlo de la fortuna que él había logrado a fuerza de chanchullos y estafas. Lo que pensaba al ver cómo lo arrastraban dos policías, esposado y llorando, hacia el blindado que lo llevaría a Devoto hasta que se pudriera.
Ah, qué buena la almohada, blanda, esponjosa. La que tenía de antes, la misma donde el estúpido de Raúl, mil años atrás, solía apoyar su grasosa pelada. Pero Pupy no quería deshacerse de ella: le gustaba hundir la cabeza ahí, sentir cómo le rodeaba la nuca. Y le gustaba saber que ahora, en esa misma almohada de raso negro, había un tipo diferente cada fin de semana.
—Y pensar que ahí estuvo Raúl… —dijo, y era como si todavía aquél estuviese ahí, obligado a mirarla revolcarse en la cama, acomodarse en su almohada con un tipo distinto cada vez.
Mientras se producía para ir a la fiesta de Fanny, notó en el cuello una marca apenas visible, una pequeña mancha oscura. Ahora, con ese cuerpo y las paredes de la suite espejadas, se le había vuelto una costumbre mirarse y remirarse por todos lados. A ese imbécil no le gustaban mucho los espejos: siempre tenía que andar metiendo panza —¡ahora seguro que no tenés espejo ni para afeitarte, boludo!, se había reído ella al pensarlo—. En cambio a Nicolás, el pendejo que se había traído de ese boliche cool de Palermo Hollywood, lo volvieron loco. Quizá fue él quien le hizo esa marquita. Qué imbéciles son algunos tipos. Piensan que si le dejan a la mina una huella no se va a olvidar de ellos.
Cubrió la mancha con un poco de maquillaje y se vistió. Antes de irse, la última mirada al espejo le confirmó su sensación:
—Pupy, sos una diosa —dijo, envuelta en perfumes y brillos.
Cosa rara, se despertó pensando en Raúl.
Ay, nena, qué idiota sos —se dijo—. Si ya salió de tu vida: nadie puede obligarte a visitar a tu marido preso. Especialmente porque no tenés ningún interés.
Si no hubiese sido porque el abogado le aconsejó que, para evitar sospechas, no dejara todavía el país, ya se hubiera ido a vivir a Malibu.
Lo descubrió en el espejo del techo: la manchita en el cuello se notaba un poco más, como si hubiese crecido durante la noche.
Se puso una gargantilla y listo, que se le hacía tarde para almorzar con su cirujano.
Había vuelto cansadísima, borracha más que alegre. Ni siquiera sabía cómo se llamaba el tipo del hipódromo, pero tenía buen lomo. Cuando ella se levantó de la cama, él ya se había ido. Pero se ve que le hizo algo en el cuello, porque tenía una marca del otro lado, más cerca del ganglio. ¡Estos pelotudos que se creen que las minas son su ganado!
Esa noche decidió quedarse sola y descansar.
Le costó despertarse, más que otras veces. La almohada, suave, mórbida, le rodeaba con tibieza la nuca. No daban ganas de salir de la cama.
Se levantó recién a eso de las cinco de la tarde, cuando la llamó Betty para preguntarle si tenía ganas de ir con Fanny al casino de Puerto Madero. Al mirarse en el espejo mientras hablaba por teléfono, lanzó un grito: la mancha, morada ahora, se le extendía bajo el mentón desde el extremo izquierdo hasta la nuez. Eso también le hacía notar más esas putas arrugas imborrables.
Por esa noche, se puso una chalina Louis Vuitton y salió. Como le dijo Betty: la vida no espera. Mañana vería qué hacer.
—Su lesión —le explicaba el dermatólogo— parece corresponderse con una morfea como consecuencia de un proceso inflamatorio cutáneo. Colagenosis, sería el diagnóstico.
—Dígamelo en español, doctor. ¿Cómo se cura, qué la provoca?
—La causa no es muy conocida. No descarto la posibilidad de que surja de las sucesivas manipulaciones quirúrgicas en su organismo… pero no reviste ningún inconveniente serio para la salud. Por otra parte, si la etiología es alérgica, cosa que vamos a investigar, desaparecerá en cuanto detectemos a qué se debe. Y muerto el perro, señora, se acabó la ra…
—… o sea, doctor, usted me está diciendo que no sabe qué es esta mierda que me crece todas las noches, y que no tiene nada que darme para curarla, ¿no? ¡Todos ustedes son unos estafadores! ¡Ya van a ver cuando les haga juicio por mala praxis!
Pupy salió del consultorio a los portazos. Cuando llegó a su penthouse estaba tan alterada que canceló todas sus otras salidas y se metió en el jacuzzi.
Ya en la cama, por suerte la almohada la ayudó a relajarse. Al menos, eso fue lo que sintió al principio.
Raúl estaba sentado sobre ella, que yacía boca arriba indefensa, inmóvil.
No la penetraba, no había nada sexual en su comportamiento. Tenía puesto un traje de preso de esos fosforescentes, como los de las películas. Pero seguía sentado sobre su pecho desnudo, se balanceaba haciendo equilibrio como si ella fuese una silla algo inestable: para no caerse se agarraba, se le aferraba al cuello con ansiedad, y Pupy sentía la rudeza de los dedos tallados por varios meses de trabajos duros y peleas carcelarias y sentía cómo esos dedos se iban hundiendo cada vez más en la carne de su cuello expuesto y flojo.
Se despertó de un salto, sola en la habitación cerrada, con las persianas bajas y la puerta con llave.
—Qué sueño de mierda, querida —creyó oírse decir.
¿Sueño? Al mirarse en el espejo le dio la impresión de que Raúl había estado de verdad, de que realmente le había atenazado la garganta con sus manos ásperas. Las marcas ya abarcaban todo el contorno del cuello, se extendían hacia atrás. En el espejo a su espalda podía ver ese camino violáceo que iba directo a la nuca. Un collar de manchas negras y enfermas, como pinceladas cárdenas. Una serpiente oscura. Lo raro era que no le dolía ni le ardía en absoluto.
Decidió quedarse, mirar la tele todo el día en la cama, a ver si eso la mejoraba un poco. Sabía que era una idea estúpida, pero no perdía nada con el intento.
Despertó a medianoche, asfixiada: como si una soga le apretara la garganta, envolviéndola cada vez más.
Sofocada, prendió el aire acondicionado y fue hasta el baño. En el espejo, la víbora que le comprimía el cuello se había vuelto negra con reflejos purpúreos. Pupy vio cómo el monstruo levantaba un segundo la cabeza y la miraba. La miraba sonriendo. La miraba con el placer de matar.
Ella gritó y se llevó las manos al cuello: sólo tocó las arrugas que ninguna cirugía había podido estirarle.
—No seas boluda —dijo—, chupaste de más. Ya ves visiones y todo.
Se acarició la garganta, se sirvió un par de vasos de agua, intentó una técnica de respiración que le había enseñado su personal.
Pero no podía relajarse, así que se tomó uno de los últimos Prozac que le quedaban en el vanitory.
El fiiin justifiiiiica los meeedios, le decía el abogado. Se lo decía sentado a horcajadas sobre ella, mientras la ahogaba con su mullida almohada. Se lo decía con una mirada equívoca de deseo y desprecio, como la de Raúl los últimos días antes de la cárcel.
No estoy descansando bien, le contestaba ella con un resto de voz.
No importa, aducía doctoralmente el abogado señalándola con el índice, y el dedo se volvía una culebra pequeña y negra y cada vez más gorda y viscosa.
Ya descansarás.
Cuando Fanny y Betty entraron con la policía, encontraron a Pupy dentro de la cama, arropada como un bebé, desparramada boca arriba sobre el colchón y la esponjosa almohada.
Parecía estar descansando muy tranquila. Un collar de manchas negras y moradas le rodeaba por completo el cuello.
—Como un dogal —dijo uno de los policías—. Como si la hubieran estrangulado.
Al retirar el cadáver, la almohada se esponjó y se infló: una serpiente constrictora que respiraba satisfecha.
—La lesión dermatológica es superficial —señaló el forense, después de la investigación—. No parece tener conexión alguna con el deceso. Por otra parte, este tipo de muertes por apnea, si bien son más frecuentes en personas de edad o en bebés, pueden ocurrir en determinadas condiciones psicológicas.
—Mirá si serás pelotudo, puto de mierda —dijo el guardiacárcel—. ¿Qué? ¿Ahora jugás a las Barbies?
—No, ya no juego —le contestó el preso rascándose la pelada grasienta.
Y tiró a la basura la muñeca de trapo y la almohadita negra que la cubría.
"Condiciones psicológicas" integra la segunda antología de Cuentos de La Abadía de Carfax.
Pupy —se dijo—, estás refuerte.
Y sí: la última aplicación de colágeno le había quedado bárbara, parecía re natural. No como a la Cris, que todos se daban cuenta. Eso no le pasaba a ella: después de la separación y las cirugías, no había tipo que se le resistiera. Cierto que había sufrido un poco con las operaciones, pero el fin justifica los medios.
Cuánta verdad encerraba esa frase, el fin justifica los medios. Se la había enseñado el abogado durante el juicio contra Raúl. Era lo que ella misma pensaba declarando no tener ni idea de lo que se cocinaba en aquellas reuniones en su casa. Pasaban colombianos, gringos, y hasta jamaiquinos de lo más raros: “Yo nada más les llevaba el café, señor juez”.
El fin justifica los medios… Era lo que pensaba después de despojarlo de la fortuna que él había logrado a fuerza de chanchullos y estafas. Lo que pensaba al ver cómo lo arrastraban dos policías, esposado y llorando, hacia el blindado que lo llevaría a Devoto hasta que se pudriera.
Ah, qué buena la almohada, blanda, esponjosa. La que tenía de antes, la misma donde el estúpido de Raúl, mil años atrás, solía apoyar su grasosa pelada. Pero Pupy no quería deshacerse de ella: le gustaba hundir la cabeza ahí, sentir cómo le rodeaba la nuca. Y le gustaba saber que ahora, en esa misma almohada de raso negro, había un tipo diferente cada fin de semana.
—Y pensar que ahí estuvo Raúl… —dijo, y era como si todavía aquél estuviese ahí, obligado a mirarla revolcarse en la cama, acomodarse en su almohada con un tipo distinto cada vez.
Mientras se producía para ir a la fiesta de Fanny, notó en el cuello una marca apenas visible, una pequeña mancha oscura. Ahora, con ese cuerpo y las paredes de la suite espejadas, se le había vuelto una costumbre mirarse y remirarse por todos lados. A ese imbécil no le gustaban mucho los espejos: siempre tenía que andar metiendo panza —¡ahora seguro que no tenés espejo ni para afeitarte, boludo!, se había reído ella al pensarlo—. En cambio a Nicolás, el pendejo que se había traído de ese boliche cool de Palermo Hollywood, lo volvieron loco. Quizá fue él quien le hizo esa marquita. Qué imbéciles son algunos tipos. Piensan que si le dejan a la mina una huella no se va a olvidar de ellos.
Cubrió la mancha con un poco de maquillaje y se vistió. Antes de irse, la última mirada al espejo le confirmó su sensación:
—Pupy, sos una diosa —dijo, envuelta en perfumes y brillos.
Cosa rara, se despertó pensando en Raúl.
Ay, nena, qué idiota sos —se dijo—. Si ya salió de tu vida: nadie puede obligarte a visitar a tu marido preso. Especialmente porque no tenés ningún interés.
Si no hubiese sido porque el abogado le aconsejó que, para evitar sospechas, no dejara todavía el país, ya se hubiera ido a vivir a Malibu.
Lo descubrió en el espejo del techo: la manchita en el cuello se notaba un poco más, como si hubiese crecido durante la noche.
Se puso una gargantilla y listo, que se le hacía tarde para almorzar con su cirujano.
Había vuelto cansadísima, borracha más que alegre. Ni siquiera sabía cómo se llamaba el tipo del hipódromo, pero tenía buen lomo. Cuando ella se levantó de la cama, él ya se había ido. Pero se ve que le hizo algo en el cuello, porque tenía una marca del otro lado, más cerca del ganglio. ¡Estos pelotudos que se creen que las minas son su ganado!
Esa noche decidió quedarse sola y descansar.
Le costó despertarse, más que otras veces. La almohada, suave, mórbida, le rodeaba con tibieza la nuca. No daban ganas de salir de la cama.
Se levantó recién a eso de las cinco de la tarde, cuando la llamó Betty para preguntarle si tenía ganas de ir con Fanny al casino de Puerto Madero. Al mirarse en el espejo mientras hablaba por teléfono, lanzó un grito: la mancha, morada ahora, se le extendía bajo el mentón desde el extremo izquierdo hasta la nuez. Eso también le hacía notar más esas putas arrugas imborrables.
Por esa noche, se puso una chalina Louis Vuitton y salió. Como le dijo Betty: la vida no espera. Mañana vería qué hacer.
—Su lesión —le explicaba el dermatólogo— parece corresponderse con una morfea como consecuencia de un proceso inflamatorio cutáneo. Colagenosis, sería el diagnóstico.
—Dígamelo en español, doctor. ¿Cómo se cura, qué la provoca?
—La causa no es muy conocida. No descarto la posibilidad de que surja de las sucesivas manipulaciones quirúrgicas en su organismo… pero no reviste ningún inconveniente serio para la salud. Por otra parte, si la etiología es alérgica, cosa que vamos a investigar, desaparecerá en cuanto detectemos a qué se debe. Y muerto el perro, señora, se acabó la ra…
—… o sea, doctor, usted me está diciendo que no sabe qué es esta mierda que me crece todas las noches, y que no tiene nada que darme para curarla, ¿no? ¡Todos ustedes son unos estafadores! ¡Ya van a ver cuando les haga juicio por mala praxis!
Pupy salió del consultorio a los portazos. Cuando llegó a su penthouse estaba tan alterada que canceló todas sus otras salidas y se metió en el jacuzzi.
Ya en la cama, por suerte la almohada la ayudó a relajarse. Al menos, eso fue lo que sintió al principio.
Raúl estaba sentado sobre ella, que yacía boca arriba indefensa, inmóvil.
No la penetraba, no había nada sexual en su comportamiento. Tenía puesto un traje de preso de esos fosforescentes, como los de las películas. Pero seguía sentado sobre su pecho desnudo, se balanceaba haciendo equilibrio como si ella fuese una silla algo inestable: para no caerse se agarraba, se le aferraba al cuello con ansiedad, y Pupy sentía la rudeza de los dedos tallados por varios meses de trabajos duros y peleas carcelarias y sentía cómo esos dedos se iban hundiendo cada vez más en la carne de su cuello expuesto y flojo.
Se despertó de un salto, sola en la habitación cerrada, con las persianas bajas y la puerta con llave.
—Qué sueño de mierda, querida —creyó oírse decir.
¿Sueño? Al mirarse en el espejo le dio la impresión de que Raúl había estado de verdad, de que realmente le había atenazado la garganta con sus manos ásperas. Las marcas ya abarcaban todo el contorno del cuello, se extendían hacia atrás. En el espejo a su espalda podía ver ese camino violáceo que iba directo a la nuca. Un collar de manchas negras y enfermas, como pinceladas cárdenas. Una serpiente oscura. Lo raro era que no le dolía ni le ardía en absoluto.
Decidió quedarse, mirar la tele todo el día en la cama, a ver si eso la mejoraba un poco. Sabía que era una idea estúpida, pero no perdía nada con el intento.
Despertó a medianoche, asfixiada: como si una soga le apretara la garganta, envolviéndola cada vez más.
Sofocada, prendió el aire acondicionado y fue hasta el baño. En el espejo, la víbora que le comprimía el cuello se había vuelto negra con reflejos purpúreos. Pupy vio cómo el monstruo levantaba un segundo la cabeza y la miraba. La miraba sonriendo. La miraba con el placer de matar.
Ella gritó y se llevó las manos al cuello: sólo tocó las arrugas que ninguna cirugía había podido estirarle.
—No seas boluda —dijo—, chupaste de más. Ya ves visiones y todo.
Se acarició la garganta, se sirvió un par de vasos de agua, intentó una técnica de respiración que le había enseñado su personal.
Pero no podía relajarse, así que se tomó uno de los últimos Prozac que le quedaban en el vanitory.
El fiiin justifiiiiica los meeedios, le decía el abogado. Se lo decía sentado a horcajadas sobre ella, mientras la ahogaba con su mullida almohada. Se lo decía con una mirada equívoca de deseo y desprecio, como la de Raúl los últimos días antes de la cárcel.
No estoy descansando bien, le contestaba ella con un resto de voz.
No importa, aducía doctoralmente el abogado señalándola con el índice, y el dedo se volvía una culebra pequeña y negra y cada vez más gorda y viscosa.
Ya descansarás.
Cuando Fanny y Betty entraron con la policía, encontraron a Pupy dentro de la cama, arropada como un bebé, desparramada boca arriba sobre el colchón y la esponjosa almohada.
Parecía estar descansando muy tranquila. Un collar de manchas negras y moradas le rodeaba por completo el cuello.
—Como un dogal —dijo uno de los policías—. Como si la hubieran estrangulado.
Al retirar el cadáver, la almohada se esponjó y se infló: una serpiente constrictora que respiraba satisfecha.
—La lesión dermatológica es superficial —señaló el forense, después de la investigación—. No parece tener conexión alguna con el deceso. Por otra parte, este tipo de muertes por apnea, si bien son más frecuentes en personas de edad o en bebés, pueden ocurrir en determinadas condiciones psicológicas.
—Mirá si serás pelotudo, puto de mierda —dijo el guardiacárcel—. ¿Qué? ¿Ahora jugás a las Barbies?
—No, ya no juego —le contestó el preso rascándose la pelada grasienta.
Y tiró a la basura la muñeca de trapo y la almohadita negra que la cubría.
"Condiciones psicológicas" integra la segunda antología de Cuentos de La Abadía de Carfax.
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