La Abadía de Carfax, en BARS 2014








Jueves 6 de noviembre, 17hs
Presentación de Cuentos de la Abadía de Carfax 4.
Desde 2005, La Abadía de Carfax, círculo de escritores de horror y fantasía, viene explorando el costado más oscuro de la literatura. Los resultados: tres antologías con cuentos de cada integrante. Ahora llega la número cuatro, que ofrece una nueva galería de monstruos y de perversiones en textos no aptos para los tibios.
Disertantes: Marcelo di Marco, Ricardo Giorno.



  

Cronograma


Matar a Silverman, cuento de Matías Orta



publicado en Cuentos de La Abadía de Carfax 3 




Aquel jueves decidí matar a Silverman.
Apenas se asomó al umbral que separaba al aula del pasillo, nos quedamos quietos, en silencio. El profesor Silverman, la bestia negra del colegio, inspiraba respeto. Era una mierda de ser humano, lo sé, pero aparecía y te petrificabas. Como Darth Vader, aunque parecido a Anthony Hopkins.
—Buen día, alumnos.
Para vos será un buen día.
Tras dejar sus cosas en el escritorio y tomar asiento, dio inicio a la clase.
—¡Lunati! —dijo de golpe, mirando hacia las filas del fondo, y la sola palabra rebotó contra las paredes en un siniestro eco—. ¿Estudió para hoy?
Tenía a Luni a tres pupitres de distancia, por lo que pude ver bien su cara de sorpresa.
Como de costumbre, Silverman lo apretó.
—Recuerda lo que había que estudiar, ¿verdad, Lunati?
El pobre Luni miraba su carpeta. Abrió la boca, pero no emitió ni siquiera un “Ehhh...”. Y pensar que hacía pocos minutos, en el recreo, estuvo jodiendo con dos pendejas de sexto grado que se hacían las interesantes. ¡Y eso que nosotros sólo somos un año más grandes que ellas!
—¡Morales! —dijo Silverman—. ¿Recuerda qué debían estudiar para hoy?
Agustín negó con la cabeza.
—¿Usted, Verón?
—No —contestó Laura bajando la vista.
—¿Archubi?
El Tarta respondió con un “N-n-no”.
—¿Y usted, alumno Carnevale?
Ya en ese momento estuve tentado de meter la mano en el bolso y sacar la 9mm que le había robado a mi tío.
—¿Me va a responder, alumno?
Pero no lo hice. Sólo me limité a murmurar una negativa.
Nadie recordaba qué había para estudiar. Cuando las clases de aquel monstruo terminaban, nos olvidábamos de todo. De todo, menos de las humillaciones.
Silverman siguió preguntando al resto del curso. De paso, aprovechaba para pasar lista. El hijo de puta gozaba con nuestra ignorancia.
—Bien —dijo tras la dosis inicial de degradaciones—. Será mejor aclarar que no mandé a estudiar ningún tema específico. Otra prueba de que ustedes jamás prestan atención.
A mi alrededor, puteadas por lo bajo. La segunda vez que nos hacía la misma trampa. Y en el aula éramos tan boludos que siempre caíamos.
—Muy bien —se puso de pie, caminó hasta quedar a pocos centímetros del primer pupitre de la fila del medio—. ¡Juárez! ¿Qué es una llanura?
Tres bancos a mi izquierda, Andrés se limitó a tragar saliva.
—¡Costa! ¿Qué es una llanura?
Marisa abrió la boca como para contestar, pero se quedó en el amague.
—¡Hernández! ¿Qué es una llanura?
Leonel negó, sonriente.
—Archubi. ¿Qué es una llanura?
El Tarta puso cara de pensativo. A veces contestaba bien, aunque todavía nunca en Geografía.
—Para su información, alumno, no tengo toda la mañana.
Resignado, el pobre pibe agachó la cabeza.
—Ya me parecía —Silverman paseó la vista por el resto del aula—. ¡Páez! ¿Qué es una llanura?
El proceder de Silverman era siempre el mismo: preguntaba temas vistos el año anterior con el profe Andreani. Silverman sólo se ocupaba en demostrar que no habíamos aprendido nada. “Quiere hacer terapia con nosotros”, solía decir Luni. Tal vez tenía razón. Yo pensaba que el profesor, como una especie de vampiro, se alimentaba de la vergüenza ajena para seguir viviendo.
—¡Carnevale! ¿Qué es una llanura?
La tiene conmigo, pensé. Algo lógico, teniendo en cuenta que casi nunca respondía sus preguntas.
—¿Oyó mi pregunta? Por si acaso, se la reitero: ¿qué es una llanura?
Me vino a la mente el episodio concreto que me hizo ir armado a clase. Fue la segunda o la tercera semana del año. El tipo empezó a preguntar sobre eras geológicas. En ese mismo instante, me enteré de que “Anthony Vader” había pedido estudiar el tema la semana anterior. La misma semana que falté al colegio por fiebre. No había podido estudiar, pero a él no le importó. Me volvió loco hasta que sonó el timbre.
 “¡Así que no estudió! ¿Qué le sucedió? ¿Se estaba muriendo? ¿Ya tenía un pie en la tumba? No, alumno Carnevale. Una simple fiebre nunca es excusa para no estudiar. Además, sé que usted y sus compañeros vieron la eras geológicas el año pasado, con el profesor Andreani. ¿Acaso no recuerda nada de lo aprendido? Lo que se aprende en clase debe quedarle para el resto de su vida. Si no, mi trabajo y el de mis colegas no sirven para nada. Si hay algo que detesto es a un alumno que sólo estudia para los exámenes”.
Aquella tarde, lloré en la puerta del colegio. Lloré como una patética nenita. ¡Hasta pensé en tirarme de la terraza!
—¿En qué se quedó pensando, Carnevale?
Parpadeé.
—En nada —respondí, y deslicé una mano dentro del bolso—. No pensaba en nada.
—Ese es un problema de la mayoría de los alumnos de esta institución: no piensan en nada.
Podía sentir el acero frío del arma.
—Por lo menos —dije—, no pensamos en hacer terapia con nadie.
Silverman enarcó las cejas y dijo:
—Vaya comentario. Si pusiera las mismas energías en recordar lo visto el año pasado que en faltarme el respeto, sería un excelente alumno. Voy a cambiar levemente de tema. Hábleme de las Rocallosas.
Empecé sacar la 9mm del bolso.
—Tampoco lo sabe, ¿no es cierto?
Sólo sé que te voy a cagar a tiros, hijo de mil putas.
Estaba por levantarme del pupitre y dispararle, cuando noté que el Tarta se ponía de pie.
—¿Y usted qué quiere, Archubi? —preguntó Silverman, sin disimular su mal humor—. ¡No me diga que va al baño a llorar!
Sin dejar de mirar al profesor, el Tarta sacó un revólver que llevaba oculto debajo del guardapolvo, le apuntó y tiró del gatillo. La bala le dio a Silverman en el pecho, arrojándolo contra el pupitre. Se había quedado con los ojos y la boca bien abiertos. La sangre comenzaba a expandirse por la camisa celeste.
—¡Metete la llanura en el culo! —dijo el Tarta, sin tartamudear. Y le disparó en el cuello y en medio de la frente. Y un manchón rojo oscuro impactó contra la pared y parte de las carpetas del profesor, que recién ahí se desplomó de costado.
Laura Verón se puso a gritar. El resto de mis compañeros miraron al Tarta con una mezcla de horror, confusión, miedo.
—Listo —dijo el asesino, y guardó el revólver como quien guarda un Liquid Paper—. Ahora no nos va a molestar más.
¿Estaba loco el Tarta? ¿Quién se creía que era para matar a Silverman? ¿Pensaba que a él solamente lo tenía de punto?
Saqué mi arma y le disparé en la cabeza. Los sesos salpicaron a Maidana y a Costa.
—Egoísta de mierda —dije, al tiempo que los demás huían del aula.

La mancha dejó su marca




Prólogo de Claudia Cortalezzi para la tercera antología

Una noche de principios de 1970 —tendría yo unos seis años— viví mi primera experiencia frente al terror. ¿Por qué será que recuerdo tantos detalles de ese momento horrible?
Las cosas sucedieron así: mis padres charlaban de sobremesa con mis tíos, que habían venido de visita. Las mujeres juntaban los platos, y los hombres hablaban fuerte, tratando de imponerse al bullicio de cubiertos. Tan imbuidos estaban en la conversación, que nadie lo advirtió: el televisor había quedado encendido.
Todos nos encontrábamos muy cerca del Philips, pero sólo yo miraba.
Recuerdo que una de mis hermanas se me acercó y me sacudió del brazo. 
—Vamos a recortar revistas —me dijo, y décadas después la estoy viendo hacer gestos de cortar, como si sostuviese una tijera.
Creo que debe de haber sido eso: recortar y pegar fotos en un cuaderno viejo significaba una buena excusa para encerrarnos en la habitación, lejos de los grandes. Sólo podíamos irnos de la mesa si no hacíamos ruido, ya que nuestro hermano menor era bebé y dormía.
—¿Venís? —oí que también decía mi otra hermana.
Ni siquiera pude contestar.
Porque me había quedado paralizada ante la tele, que era en blanco y negro: ahí, dentro de la pantalla de vidrio, se arrastraba una cosa —una masa que yo veía muy negra, un horror sin forma— que avanzaba y se iba tragando todo. Todo: autos, casas, personas. Todo, hasta lo impensable.
La película —lo supe mucho después— se titulaba La mancha voraz o The Blob, antes de la traducción. Actuaba Steve McQueen —“Steven”, en aquella época—, el mismo que más tarde interpretó personajes como Randall, el justiciero, y Papillon. Eso no importa ahora, mejor volvamos a aquel día: fascinada, yo no lograba quitar los ojos de las imágenes. Necesitaba enterarme de cómo matarían a aquel monstruo, necesitaba que acabasen con él de una vez por todas. Pero nunca lo mataron —perdón si revelo el final—: sólo lo congelaron y lo enviaron al Polo Norte; o al Polo Sur, no recuerdo.
Y ahora debo confesar que jamás pude ver de nuevo esa película. Después de aquella noche, pasé unos dos años creyendo que aquel espanto sin nombre lograría descongelarse para venir a devorarnos a nosotros.
Y cito aquel episodio porque ahora, a la distancia, puedo ver que fui presa de un miedo gozoso. La mancha, con su trabajo medido y preciso, había logrado explorar en mi interior, meterse bien a fondo con mis emociones, dejarme pensando. Y estoy segura de que la eficacia del terror radicaba en que ese monstruo de más allá del espacio atacaba a gente normal. Entonces, me decía, ¿por qué no iba a hacerlo con mi familia, conmigo? De sólo imaginarlo me ahogaba, como si mi cabeza ya estuviera siendo succionada por la masa. Y jamás, durante mi período de intenso miedo, dejé que una de mis manos colgara de la cama. Jamás. De día se esfumaba, sí. Pero, al anochecer, esa cosa —mezcla de silenciosa sutileza y maldad— volvía a la carga, y todo a mi alrededor se borroneaba, se confundía. Así, yo me iba arrastrando entre tumbos hacia la mañana siguiente.
A pesar de La mancha voraz, o tal vez gracias a ella, ahora disfruto del terror en literatura más que de cualquier otro género. Del buen terror, del verosímil. De aquel que se acerca tanto a lo verdadero, que sólo puede percibirse como real.
Por eso elegí estos cuentos. Cada uno de ellos, por distintos caminos, logra que el lector sienta aquello que no se puede explicar, lo que nos hace disfrutar desde adentro. Son cuentos que invitan a ver más que a leer. Van más allá del clisé de personajes de la vida común que se enfrentan a lo siniestro. Me atrevo a afirmar que la textura de estos personajes atraviesa el papel. Hay fantasmas y demonios, apariciones y vampiros. Y también hay monstruos, monstruos bestiales y monstruos vestidos de corderos, de esos que hielan la sangre.
En suma, este libro llevará a recorrer la oscuridad, aunque se deje la luz encendida.
Sólo me basta destacar que en la presente entrega contamos con otro invitado de honor: en Cuentos de la Abadía de Carfax 2 nos había acompañado Fernando Sorrentino, y esta vez lo hace Sergio Gaut vel Hartman.
Dejo pues a mis lectores con los relatos. Y vaya para ellos un consejo muy simple: antes de cerrar los ojos, cuiden de que sus manos estén sobre la cama.