[...] —Es que se fue bien temprano —nos explicó papá, sonriente,
levantando la voz para hacerse oír por sobre el ruido de la lluvia, que caía a
chorros contra la protección metálica del extractor de la cocina—. Encima salió
apurada, y es por eso que ustedes ni siquiera la vieron, ¿entienden?
En aquel tiempo nos tragábamos cualquier cosa, éramos muy chicos.
Además, como ya dije, estaba contentísimo: por fin se me cumplía el sueño de
quedarnos en casa con Elenita y papá, que era un genio.
Cuando terminamos la leche, Elena —mi madre la había adiestrado
como a un perrito— empezó a levantar la mesa. Yo quise darle una mano, pero papá
nos detuvo con un gesto. Y dijo:
—Dejen, chicos, dejen. Hoy nadie barre ni plancha ni nada.
—Yo no pensaba ni barrer ni planchar —dijo Elena—. Aparte,
todavía no sé.
—¿Qué cosa no sabés, mi dulzura?
—Eso: ni barrer ni planchar. Solamente sé lavar platos yo.
Papá se rió.
—Ya lo sé, mi amorcito —dijo—. Quise decir que hoy en esta casa
nadie trabaja. [...]
Fragmento
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